Las cifras sobre desigualdad en la distribución de ingreso aparecen con frecuencia en la prensa. Sabemos, por ejemplo, que los países en vías de desarrollo son mucho más desiguales que los países industrializados. Y dentro éstos, los países nórdicos son más igualitarios que Estados Unidos. Pero hay otras desigualdades de las que no hablamos. Y que son más difíciles de medir. La desigualdad territorial, por ejemplo. La infraestructura y los servicios urbanos, los espacios públicos, el transporte, la calidad de los colegios y la seguridad pública varían según el espacio que habitamos. La vivienda social por décadas se ha construido en la periferia, relegando a los pobres a confines urbanos con bajísima calidad de vida. Esta desigualdad afecta las oportunidades. Le hemos puesto a los más débiles obstáculos enormes para progresar en sus vidas.
El caso de Chile es un ejemplo ilustrativo. Hace cinco años, la medición del Banco Mundial catalogó a este país como uno de aquellos con ingresos más dispares del mundo. Hoy, entre las naciones de la OCDE, Chile presenta la mayor desigualdad económica (medida por el coeficiente Gini) y la cuarta con mayor pobreza relativa. El 1% de su población concentra aproximadamente el 30% de los ingresos nacionales, y el 0,01% posea más de la décima parte de estos ingresos (López, Figueroa y Gutiérrez 2013).
Estas cifras económicas son preocupantes y llamativas, pero también implican un peligro: que al ser visibilizadas eclipsen otras dimensiones de la desigualdad social chilena, que muchas veces se expresan en conjunto con la inequidad económica y son tan nocivas como esta, pero que son más difíciles de observar, medir y evaluar.
Una de ellas es la desigualdad residencial, es decir, la inequitativa distribución territorial de infraestrucutra pública, servicios, empleos, transporte, espacios ciudadanos, establecimientos de seguridad y otros recursos que contribuyen a mejorar la calidad de vida en un barrio y a aumentar las oportunidades de bienestar en su población.
Este tipo de desigualdad es especialmente excluyente y marginalizador, ya que se caracteriza por acumular y hacer coincidir, en algunas zonas, desventajas en variadas dimensiones. Así, carencias habitacionales, educativas, económicas, laborales, sanitarias, de transporte, de seguridad, de espacios públicos y de bienes culturales se reúnen dejando a quienes habitan estos espacios fuera de la satisfacción efectiva de una parte o la totalidad de sus derechos.
Los “Blocks” de vivienda social en Santiago, Chile, uno de los símbolos de la exclusión territorial.
En Chile, la segregación residencial se ha potenciado en las últimas décadas, en gran medida por una política pública que relegó las viviendas sociales a zonas con bajos recursos urbanos. En otras palabras, las familias con mayores carencias socioeconómicas fueron concentradas territorialmente en sectores carentes de servicios, recursos y oportunidades. Esto generó nuevas barreras para la inclusión social y para la superación de la vulnerabilidad de dichas familias.
Una prueba de que la desigualdad territorial afecta todos los ámbitos de la vida está en los resultados educacionales, medidos por el puntaje en pruebas estandarizadas. Un ejercicio ilustrativo para entender las barreras residenciales a la inclusión social es construir mapas, clasificando en ellos las distintas zonas según los resultados que tienen sus colegios en las pruebas estandarizadas de educación. En Chile, en casi todas las grandes concentraciones de vivienda social existen institutos escolares con bajos puntajes educativos. La segregación urbana está vinculada al bajo rendimiento escolar, y eso agrava las pocas posibilidades que tienen estos niños de salir del círculo que reproduce su situación desfavorable. La figura de abajo muestra las viviendas sociales (puntos negros) y las zonas con menores puntajes en una prueba estandarizada (Prueba SIMCE de lenguaje, Cuarto Básico, con niños de 9 años). Las zonas rojas son las de menor puntaje, las amarillas cercanas al promedio, y las verdes de puntajes más alto.
Resultados escolares y segregación territorial
La desigualdad residencial es resultado, en parte, de una serie de políticas habitacionales que no consideraron la integración territorial como criterio en su etapa de planificación. Ya desde 1950, cerca del 40% de las viviendas sociales fueron construidas sistemáticamente en la periferia de las grandes ciudades. Esta situación fue potenciada desde 1980, fundamentalmente por la ausencia de regulación legal y de incentivos políticos para la integración urbana (CIS 2014). Tomando como ejemplo el Gran Santiago (que abarca actualmente más del 56% de las viviendas sociales en altura del país), podemos decir que entre 1982 y 2003 más del 60% de estas viviendas se construyeron en la apertura periférica de la huella urbana, en terrenos con bajo precio de suelo y altas carencias de servicios públicos básicos (al menos en educación, salud y seguridad).
De este modo, la segregación residencial se convirtió en una de las mayores muestras de la desigualdad en Chile, en muchos aspectos más problemática (incluso) que la actual desigualdad económica.
Actualmente, esta “otra” desigualdad se expresa en una notoria zonificación de la población según su nivel socioeconómico y de oportunidades sociales. Actualmente, a mayor concentración de viviendas sociales dentro de las comunas del Gran Santiago, existe un menor precio de suelo, mayores distancias hacia servicios públicos de seguridad, salud y educación, mayor porcentaje de analfabetismo, menos años promedio de escolaridad en su población y mayores tasas de desempleo (Techo Chile 2013; CIS 2014).
Chile es un país muy desigual, pero no sólo por su inequitativa distribución económica. También porque ha fragmentado a su población, creando barreras físicas para la reunión, la inclusión y la distribución equitativa de oportunidades.
Vía BID.